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Miguel de Unamuno

en ésta de Tristán como novio de la segundona del marqués, el ámbito espiritual de la hierática familia pareció espesarse y ensombrecerse. La taciturnidad del marqués se hizo mayor, la señora se quejaba más que nunca del ruido y el ruido era menor que nunca. Porque las riñas y querellas entre las dos hermanas eran mayores y más enconadas que antes, pero más silenciosas.

Cuando, al cruzarse en un pasillo, la una insultaba a la otra, o acaso la pellizcaba, hacíanlo como en susurro y ahogaban las quejas. Sólo una vez oyó Mariana, la vieja doncella, que Luisa gritaba: «Pues lo sabrá toda la ciudad, ¡sí, lo sabrá la ciudad toda! ¡Saldré al balcón de la plaza de la Catedral a gritárselo a todo el mundo!» «¡Calla!»»—gimió la voz del marqués, y luego una expresión tal, tan inaudita allí, que Mariana huyó despavorida de junto a la puerta donde escuchaba.

A los pocos días de esto, el marqués se fué de Lorenza, llevándose consigo a su hija mayor, Carolina. Y en los días que permaneció ausente, Tristán no pareció por la casa. Cuando regresó el marqués, sólo una noche se creyó obligado a dar alguna explicación a la tertulia del tresillo. «La pobre no está bien de salud» — dijo mirando fijamente al penitenciario; ello la lleva, ¡cosa de nervios!, a constantes disensiones, sin importancia, por supuesto, con su hermana, a quien, por lo demás, adora, y la he llevado a que se reponga.

Nadie le contestó nada.

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