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Más adelante, cuando Berta fué reponiéndose y empezó a despertarse del doloroso ensueño del parto y se vió separada de su hijita, de su Quelina, por Raquel y por la nodriza que Raquel buscó y que la obedecia en todo, apercibióse a la lucha. Al fin vió claro en la sima en que cayera; al fin vió a quién y a que había sido sacrificada. Es decir, no vió todo, no podía ver todo. Había en la viuda abismos a que ella, Berta, no lograba llegar. Ni lo intentaba, pues sólo el asomarse a ellos le daba vértigo. Y luego aquellas canciones de cuna en lengua extraña.

BERTA.—¿Pero qué es eso que le canta?

RAQUEL.—¡Oh, recuerdos de mi infancia...!

BERTA.—¿Cómo?

RAQUEL—No quiera saber más, Berta. ¿Para qué...?

¡No; ella, Berta, no podía querer saber más! [Sabía ya demasiado! ¡Ojalá no supiera tanto! ¡Ojalá no se hubiera dejado tentar de la serpiente a probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal! Y sus padres, sus buenos padres, parecían como huídos de la casa.