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VIII

Juan se paseaba por la habitación como enajenado.

Sentía pesar el vacio sobre su cabeza y su corazón.

Los gemidos y quejumbres de Berta le llegaban como de otro mundo. No veía al señor Lapeira, a su suegro, sentado en un rincón obscuro a la espera del nieto. Y como el pobre Juan creía soñar, no se sorprendió al ver que la puerta se abría y entraba por ella... Raquel!

—¿Usted?—exclamó don Pedro poniéndose en pie.

RAQUEL. ¡Yo, si, yo! Vengo por si puedo servir de algo...

DON PEDRO.—¿Usted, servir usted? ¿Y en este trance?

RAQUEL—Sí, para ir a buscar algo o a alguien... Qué sé yo... No olvide, don Pedro, que soy viuda...

DON PEDRO.—Viuda, sí; pero...

RAQUEL.—¡No hay pero! ¡Y aquí estoy!

DON PEDRO.—Bueno; voy a decírselo a mi mujer...

Y luego se oyó la conversación de Raquel y doñňa Marta.

DOÑA MARTA. Pero, por Dios, señora...

RAQUEL. ¿Qué, no soy una buena amniga de la casa?