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Miguel de Unamuno

mas de las manos en las mejillas de él, mirándole a los ojos, mirándose en las niñas de ellos, pequeñita, y luego volvía a besarle. Miraba con ahinco su propio retrato, minúsculo en los ojos de él, y luego, como loca, murmurando con voz ronca: «¡Déjame que me bese!», le cubría los ojos de besos. Y Juan creía enloquecer.

RAQUEL. —Y ahora, ahora ya puedes venir más que antes... Ahora ya no le necesitas tanto...

DON JUAN.—Pues, sin embargo, es ahora cuando más me quiere junto a si...

RAQUEL ES posible... Si, sí, ahora se está haciendo... Es verdad... Tienes que envolver en cariño al pobrecito... Pero pronto se cansará ella de ti..., le estor_ barás...

Y así fué. En los primeros meses, Berta le quería junto a sí y sentirse mimada. Pasábase las horas muertas con su mano sobre la mano de su Juan, mirándole a los ojos. Y sin querer, le hablaba de Raquel.

BERTA. ¿Qué dice de esto?

DON JUAN.—Tuvo un gran alegrón al saberlo...

BERTA. Lo crees?

DON JUAN.—Pues no he de creerlo...!

BERTA. ¡Yo no! Esa mujer es un demonic..., un demonio que te tiene fascinado...

DON JUAN.Y a ti no?

BERTA.¿Qué bebedizo te ha dado, Juan?

DON JUAN. Ya salió aquello...