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Miguel de Unamuno

DON JUAN.—¡Mejor, Raquel, mejor! Muerto, sí; muerto de miseria y de podredumbre. ¿No es esto miseria?

¿No es podredumbre? ¿Es que soy mío? ¿Es que soy yo?

¿Por qué me has robado el cuerpo y el alma?

El pobre don Juan se ahogaba en sollozos.

Volvió a cogerle Raquel como otras veces, maternalmente, le sentó sobre sus piernas, le abrazó, le apechugó a su seno estéril, contra sus pechos, henchidos de roja sangre que no logró hacerse blanca leche, y hundiendo su cabeza sobre la cabeza del hombre, cubriéndole los oídos con su desgreñada cabellera suelta, lloró, entre hipos, sobre él. Y le decía:

RAQUEL. ¡Hijo mío, hijo mío, hijo mio...! No te robé yo; me robaste tú el alma, tú, tú. Y me robaste el cue:po... ¡Hijo mio... hijo mio... hijo mío...! Te vi perdido, perdido, perdido... Te vi buscando lo que no se encuentra... Y yo buscaba un hijo... Y creí encontrarlo en ti. Y creí que me darías el hijo por el que me muero...

Y ahora quiero que me le des...

DON JUAN. Pero, Quelina, no será tuyo...

RAQUEL.—Sí, será mío, mío, mío... Como lo eres tú...

¿No soy tu mujer?

DON JUAN. Sí, tú eres mi mujer...

RAQUEL. Y ella será tu esposa. ¡Esposa!, así dicen los zapateros: «¡Mi esposa!» Y yo seré tu madre y la madre de vuestro hijo..., de mi hijo...

DON JUAN. Y si no le tenemos?