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Dos madres

vez más sus visitas a aquella casa. Cuyos dueños adivinaron la causa de aquella abstención. «¡Cómo le tiene dominado! ¡Le aisla de todo el mundo!»—se dijeron los padres. Y a la hija, a la angelical Berta, un angelito caído le susurró en el silencio de la noche y del sueño, al oído del corazón: «Te teme...» Y ahora era Raquel, Raquel misma, la que le empu— & jaba al regazo de Berta. ¿Al regazo?

El pobre don Juan echaba de menos el piélago encrespado de sus pasados amores de paso, presintiendo que Raquel le llevaba a la muerte. ¡Pero si él no tenia ningún apetito de paternidad...! ¿Para qué iba a dejar en el mundo otro como él?

¡Mas, qué iba a hacer...!

Y volvió, empujado y guiado por Raquel, a frecuentar la casa Lapeira. Con lo que se les ensanchó el alma a la hija y a sus padres. Y más cuando adivinaron sus intenciones. Empezando a compadecerse como nunca de la fascinación bajo que vivia. Y lo comentaban don Pedro y doña Marta.

DON PEDRO.—¡Pobre chico! Cómo se ve que sufre...

DOÑA MARTA. — Y no es para menos, Pedro, no es para menos...

DON PEDRO.—Nuestra Tomasa, ¿te recuerdas?, hablaria de un bebedizo...

DOÑA MARTA.—Sí tenía gracia lo del bebedizo... Si la pobre se hubiese mirado a un espejo...