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Miguel de Unamuno

Porque contra lo que creía don Juan, el sesudo ma trimonio Lapeira estimaba que aquella relación era ya a modo de un matrimonio, que don Juan necesitaba de una voluntad que supliera a la que le faltaba, y que si llegaban a tener hijos, el de sus amigos estaba salvado. Y de esto hablaban con frecuencia en sus comentarios domésticos, en la mesa, a la tragicomedia de la ciudad, sin recatarse delante de su hija, de la angelical Berta, que de tal modo fué interesándose por don Juan.

Pero Berta, cuando oía a sus padres lamentarse de que Raquel no fuese hechia madre por don Juan y que luego se anudase para siempre y ante toda ley divina y humana—o mejor teocrática y democrática—aquel enlace de aventura, sentía dentro de si el deseo de que no fuera eso, y soñaba luego, a solas, con poder llegar a ser el ángel redentor de aquel náufrago de los amores y el que le sacase del puerto de las tormentas.

¿Cómo es que don Juan y Berta habían tenido el mismo sueño? Alguna vez, al encontrarse sus miradas, al darse las manos, en las no raras visitas que don Juan hacía a casa de los señores Lapeira, había nacido aquel sueño. Y hasta había sucedido tal vez, no hacia mucho, que fué Berta quien recibió al compañero de juegos de su infancia y que los padres tardaron algo en llegar.

Don Juan previó el peligro, y dominado por la voluntad de Raquel, que era la suya, fué espaciando cada