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Miguel de Unamuno

«Como ya sabrá usted, señor conde—le decía en una carta, mi mujer ha salido del manicomio completamente curada; y como la pobre, en la época triste de su delirio, le ofendió a usted gravemente, aunque sin intención ofensiva, suponiéndole capaz de infamias de que es usted, un perfecto caballero, absolutamente incapaz, le ruego, por mi conducto, que venga pasado mañana, jueves, a acompañarnos a comer, para darle las satisfacciones que a un caballero, como es usted, se le deben. Mi mujer se lo ruega y yo se lo ordeno. Porque si usted no viene ese día a recibir esas satisfacciones y explicaciones, sufrirá las consecuencias de ello.

Y usted sabe bien de lo que es capaz ALEJANDRO GÓMEZ.» El conde de Bordaviella llegó a la cita pálido, tembloroso y desencajado. La comida transcurrió en la más lóbrega de las conversaciones. Se habló de todas las mayores frivolidades—los criados delante—, entre las bromas más espesas y feroces de Alejandro. Julia le acompañaba. Después de los postres, Alejandro, dirigiéndose al criado, le dijo: «Trae el te.» —Te?—se le escapó al conde.

—Sí, señor conde—le dijo el señor de la casa—, Y no es que me duelan las tripas, no; es para estar más a tono. El te va muy bien con las satisfacciones entre caballeros.