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mantenía en pie, a la popa, inmóvil como una columna.

Y esto duré largo tiempo, ¡muy largo tiempo!

Una vez que hubieron llegado al chozo, Julián cerró la puerta, y vió cómo el leproso se sentaba en el escabel. La especie de túnica que le cubría cayó hasta las caderas, y sus hombros, su pecho, sus brazos, flacos, desaparecían bajo las placas de pústulas escamosas. Enormes arrugas surcaban su frente. Como los esqueletos, tenía un agujero en lugar de nariz, y sus labios, cárdenos, despedían un aliento espeso como una niebla y nauseabundo.

—Tengo hambre!—dijo.

Julián le dió todo lo que tenía: un cuarto añejo de tocino y los mendrugos de un pan negro.

Cuando los hubo devorado, la mesa, la escudilla y el mango del cuchillo llevaban las mismas manchas que aparecían sobre su cuerpo.

En seguida dijo:

—¡Tengo sed!

Julián fué a buscar su cántaro, y al cogerlo sintió un aroma que dilataba sus narices y su corazón. Era vino, ¡qué hallazgo! Pero el leproso alargó el brazo, y de un solo trago vació el cántaro.

Después dijo:

—¡Tengo frío!

Con su candela, Julián encendió un montón de helecho en medio de su cabaña.

El leproso vino allf a calentarse, y, acurrucado Dg tizeo oy se by