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tales de los pisos bajos, largas mesas familiares, donde los abuelos tenían a sus nietos sobre las rodillas. Los sollozos le ahogaban, y se volvía hacia el campo.

Contemplaba con transporte de amor los pollos entre los hierbatos, los pájaros en sus nidos, los insectos sobre las flores; todos, al acercarse él, corrían, se ocultaban espantados y volaban muy de prisa.

Buscaba las soledades. Pero el viento llevaba a sus oídos como estertores de agonía; las lágrimas del rocío, al caer en tierra, le recordaban otras gotas de un peso más grave. Todas las tardes, el sol coloreaba las nubes, y todas las noches, entre sueños, su parricidio volvía a comenzar.

Se hizo un cilicio con las puntas de hierro. Subía caminando sobre las dos rodillas todas las colinas que tuvieran una capilla en la cumbre. Pero su impío pensamiento oscurecía el esplendor de los. tabernáculos y le torturaba a través de las maceraciones de la penitencia.

No se revolvía contra Dios, que le había infligido su terrible acción, y, sin embargo, se desesperaba de haber podido cometerla.

Tanto horror le inspiraba su propia persona, que, con la esperanza de librarse, se aventuraba en los mayores peligros. Salvó de incendios a paralíticos, y sacó del fondo de las simas a nifios. El abismo le rechazaba, le respetaban las llamas.