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Julián, que había llevado hasta entonces una vida muy casta, quedó deslumbrado de amor.

Así, pues, recibió en matrimonio la hija del emperador, con un castillo que ésta heredara de su madre, y, terminadas las bodas, se despidieron después de infinitas cortesías de una y otra parte.

Era aquel un palacio de mármol blanco, construído a lo morisco en medio de un bosque de naranjos y en lo alto de un promontorio. Terrazas floridas bajaban basta la orilla de una playa, donde al andar crujían bajo los pies conchas rosadas. Detrás del castillo extendíase un bosque en forma de abanico. El cielo allí era siempre azul, y los árboles se inclinaban, ya al impulso de la brisa marina, ya al del viento de las montañas que cerraban a lo lejos el horizonte.

Las estancias, invadidas por el crepúsculo, aparecían iluminadas por incrustaciones abiertas en los muros, Columnitas altas y finas como cañas sostenían los arcos de la bóveda, decorados con relieves que imitaban las estalactitas de las grutas.

Había allí surtidores de agua en las salas, mosaicos en los patios, paredes festoneadas, mil delicadezas de arquitectura, y por todas partes tal silencio, que se oía el roce de una banda o el eco de un suspiro.

Julián no guerreaba ya. Descansaba, rodeado de un pueblo tranquilo, y todos los días pasaba una multitud delante de él con genuflexiones y besamanos a lo oriental.

Vestido de púrpura, puesto de codos en el al-