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dos sin fortuna, toda especie de gente intrépida, afluyeron bajo sus banderas y así fué formándose su ejército.

Así aumentó, y fué famoso y solicitado.

Uno después de otro, socorrió al Delfín de Francia y al rey de Inglaterra, a los templarios de Jerusalén y al Surenah de los Partos, al Negus de Abisinia y al emperador de Calcuta. Combatió a los escandinavos, revestidos de escamas de pescado; a los negros, defendidos con rodelas de cuero de hipopótamo y montados sobre asnos rojos; a los indios, de color de oro, que blanden por cima de sus diademas sables de hoja ancha, más claros que espejos. Venció a los trogloditas y a los antropófagos. Atravesó regiones tan tórridas, que, con el ardor del sol, las cabelleras se encendían por sí solas, como antorchas; y otras que eran tan glaciales, que los brazos, desprendiéndose del cuerpo, caían por tierra; y países donde había tantas nieblas, que caminaba rodeado de fantasmas.

Le consultaban sus conflictos las repúblicas, y obtenía condiciones inesperadas en las entrevistas de los embajadores. Si un monarca procedía con exagerada injusticia, se presentaba él de pronto y le hacía sus admoniciones. Libertó reinas encerradas en torres, y él, nadie más que él, mató a la fiera de Milán y al dragón de Oberbirlach. Ahora bien, el emperador de Occitania, tras de vender a los musulmanes españoles, se había unido en concubinato a la hermana del Califa de Córdoba, y guardaba consigo una hija que había