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Julián, recostado en un árbol, contemplaba con ojos muy abiertos la enormidad de la matanza, sin comprender cómo había podido hacerla.

Al otro lado del valle, orillas del bosque divisó un ciervo, una cierva y un cervato.

El ciervo, que era negro y monstruoso de alzada, llevaba diez y seis mogotes y una gran barba blanca. La cierva, rubia como las hojas muertas, ramoneaba en el césped, y el cervatillo, salpicado, sin interrumpirla en su marcha, mamaba de las ubres.

Una vez más zumbó la ballesta, y el cervato cayó muerto en seguida. Entonces su madre, mirando al cielo, clamó con una voz profunda, desgarradora, humana. Julián, exasperado, de un flechazo en mitad del pecho la tendió por tierra. El ciervo grande, que le había visto, dió un salto. Julián le envió su última flecha. Y alcanzó la frente y allí quedó clavada.

El ciervo grande no dió señales de sentirla; saltando por encima de los muertoş iba a caer sobre él, a destrozarle, y Julián reculó con indecible espanto. El prodigioso animal se detuvo, y con los ojos llameantes, solemne como un patriarca y como un ejecutor, mientras doblaba a lo lejos una campana, repitió hasta tres veces: ¡Maldito!, ¡maldito!, ¡maldito! ¡Corazón de fiera! ¡Un día asesinarás a tu padre y a tu madre! Dobló las corvas, cerró dulcemente sus párpados y murió.

Quedó Julián estupefacto; luego, acometido de