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Estaba de caza en un país cualquiera, desde un tiempo indeterminado, por el mero hecho de existir, realizándolo todo con la facilidad que encontramos en los sueños. Un espectáculo extraordinario le detuvo. Los ciervos llenaban un valle en forma de circo, y amontonados unos contra otros se calentaban con su aliento, que se veía humear entre la niebla.

La ilusión de tal carnicería le sofocó de júbilo durante algunos minutos. Luego se apeó del caballo, se remangó los brazos y empezó a disparar.

Al silbido de la primera flecha volvieron la cabeza todos los ciervos a la vez. Hiciéronse algunos huecos en la masa, alzáronse quejidos y un gran tumulto agitó el rebaño.

El reborde del valle estaba demasiado alto para franquearlo, y saltaban en el recinto buscando por donde escapar. Julián apuntaba, tiraba; las flechas llovían como los rayos de una tormenta. Los ciervos, enfurecidos, luchaban, se encabritaban, saltaban unos por encima de otros, y sus cuerpos, con sus cornamentas entremezcladas, formaban ancho montículo que se desplomaba cambiando de sitio.

Al fin sucumbieron, desplomados sobre la arena, la baba en el hocico, las entrañas fuera y la ondulación de sus vientres descendiendo por grados. Luego todo quedó inmóvil.

Iba a llegar la noche, y detrás del bosque, en los intersticios de las ramas, el cielo estaba rojo como una sábana de sangre.