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dió contra los lobos, que estaban royendo unos cadáveres al pie de una horca.


Cierta mañana de invierno salió antes del alba, bien equipado, su ballesta al hombro, su haz de flechas en el arzón de la silla.

El trotón danés, seguido de dos zarceros, caminando con paso igual, hacía resonar el suelo. Gotas de escarcha se pegaban a la capa; soplaba una brisa violenta. Un lado del horizonte se iluminaba, y al resplandor del crepúsculo vió brincar a los conejos en la boca de sus madrigueras. Los dos perrillos se abalanzaron sobre ellos, y a éste y al otro rápidamente les partieron el espinazo.

En seguida penetró en un bosque. En la punta de una rama dormía con la cabeza bajo el ala un gallo silvestre, entumecido por el frío. Julián, de un revés, le segó con su espada las dos patas, y sin detenerse continuó su camino.

Tres horas después se halló en la cima de una montaña tan alta, que el cielo parecía casi negro. Delante de él bajaba una roca, como ancho muro tendido a plomo sobre el precipicio; y al borde, dos machos cabríos salvajes miraban el abismo. Como no llevaba las flechas-porque su caballo se había quedado atrás-discurrió bajar hasta ellos; con los pies desnudos y encorvados llegó por fin hasta el primero y le hundió un puñal entre las costillas. El segundo, lleno de terror, saltó en el vacío. Julián se lanzó a herirle, y, resba-