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hombros tan copiosamente, que reía sin poderse contener, satisfecho de la malicia.

Una mañana, como volviera por la cortina de la muralla, vió sobre la cresta almenada un palomo grande que se engallaba al sol. Julián se detuvo para mirarle; en aquel sitio tenía una breha la pared, y había guijarros al alcance de la mano.

Sacudió el brazo, y la piedra derribó al pájaro, que cayó a plomo en el foso.

Desgarrándose en las zarzas, huroneándolo todo, más ligero que un can joven, se precipitó hasta lo hondo.

El palomo, con las alas rotas, palpitaba colgado de las ramas de un ligustro.

La persistencia de su vida irritó al niño. Se lanzó a estrangularle, y las convulsiones del pájaro hacían latir su corazón, llenándole de salvaje y tumultuosa voluptuosidad. Al último estremecimiento se sintió desfallecer.

Por la noche, durante la cena, su padre declaró que ya estaba en edad de aprender tería; y fué a buscar un viejo cuaderno manuscrito que encerraba todo el deporte de la caza en preguntas y respuestas. Un maestro enseñó en él a su discípulo el arte de educar los perros y adiestrar los halcones, de tender lazos, de cómo reconocer al ciervo en su vaho, al zorro en sus huellas, al lobo en sus escarbaduras; el mejor medio de discernir sus caminos, de qué manera se les lanza, dónde se encuentran habitualmente sus reherew De