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El buen castellano miró a derecha e izquierda, gritó cuanto pudo. Nadie! El viento silbaba; iban huyendo las brumas de la mañana.

Atribuyó esta visión a fatiga de su cabeza por haber dormido demasiado poco. "Si hablo de ello se burlarán de mí", se dijo. Sin embargo, los esplendores a que su hijo estaba destinado le deslumbraban, aun cuando la promesa no fuese muy clara y hasta dudase de haberla oído.

Marido y mujer se ocultaron su secreto. Pero ambos querían al niño con un amor igual, y, respetándole como elegido de Dios, tuvieron para su persona cuidados infinitos. Descansaba en su cuna sobre el más fino plumón; una lámpara, en forma de paloma, ardía continuamente; tres nodrizas le mecían; y bien fajado en sus mantillas, la carita rosa y los ojos azules, con su manto de brocado y su capillo cuajado de perlas, parecía un niño Jesús. Los dientes le brotaron sin que llorará una sola vez.

Cuando tuvo siete años, su madre le enseñó a cantar. Para hacerle valeroso, su padre le montaba en un caballo grande. El niño sonreía de contento, y no tardó en saber todo lo que concierne a los jinetes diestros.

Un fraile viejo y muy sabio le enseñó las sagradas escrituras, la numeración de los árabes, las letras latinas y a trazar sobre vitelas delicadas pinturas. Trabajaban juntos, lejos del ruido, en lo alto de una torrecilla.

Terminada la lección bajaban al jardín, don-