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la ventana vió como una sombra movediza. Era un viejecito en hábito de sayal, con su rosario al costado, la alforja al hombro y toda la apariencia de un eremita. Se aproximó a su cabecera, y la dijo sin despegar los labios:

—Regocíjate, oh, madre! ¡Tu hijo será santo!

Iba a gritar la dama; pero, resbalando por el rayo de luna, se elevó en el aire, suavemente, y desapareció. Los cánticos del banquete estallaban con fuerza. Oyó ella la voz de los ángeles, y su cabeza cayó sobre la almohada, dominada por un hueso de mártir en su marco de carbunclos.

Preguntados todos los servidores al día siguiente, declararon que ellos no habían visto al ermitaño. Sueño o realidad, aquello debía de ser aviso del cielo; pero cuidó de no decir palabra por miedo a que la acusaran del pecado de orgullo.

Los convidados se fueron al amanecer, y el padre de Julián hallábase fuera de la poterna, donde acababa de despedir al último, cuando, de pronto, un mendigo se alzó ante él, entre la niebla. Era un bohemio de barba revuelta, con aros de plata en ambos brazos y las pupilas llameantes.

Con aire inspirado, balbuceó estas palabras sin ilación:

—¡Ah, tu hijo!... ¡Mucha sangre!... ¡Mucha gloria!... ¡Siempre afortunado!... La familia de un emperador!

Inclinándose para recoger su limosna, se perdió entre la hierba y se desvaneció.

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