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seábase por su mansión, administraba justicia a sus vasallos, apaciguaba las querellas de sus veeinos. Durante el invierno miraba caer los copos de nieve o hacía que le leyeran historias. Apenas comenzaba el buen tiempo se iba, montado en su mula, por los senderos, orilla de los trigos que verdeaban, y conversaba con los villanos, dándoles buenos consejos. Después de muchas aventuras había tomado por mujer una señorita de noble linaje.

Era muy blanca, seria y un poco altiva. Los cuernos de su tocado rozaban el dintel de las puertas; la cola de su vestido de paño arrastraba tres pasos detrás de ella. Su servicio estaba regulado como el interior de un monasterio: todas las mañanas repartía ella misma la faena a sus criadas, vigilaba las confituras y los ungüentos, hilaba en su rueca o bordaba lienzos de altar.

En fuerza de rogar a Dios, la llegó un hijo.

Entonces hubo grandes festejos y una comida que duró tres días y cuatro noches, iluminada por antorchas al son de las arpas sobre una alfombra de hojas. Se comió allf, con las más raras especias, gallinas grandes como corderos; por diversión, salió un enano de un pastel, y, como las escudillas no bastaban porque la muchedumbre aumentaba siempre, fué forzoso beber en los olifantes y en los cascos.

La reción parida no asistió a esas fiestas. Permanecía en su lecho, tranquilamente. Una noche se despertó, y a la luz de la luna que entraba por