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la mejilla derecha, y al llevarse las manos vić que estaban rojas. Corría la sangre.

Sentada sobre un metro de grava, se vendó la cara con el pañuelo, luego se comió un bocado de pan que había puesto en el cesto por precaución, y se consoló de su herida mirando al pájaro.

Al llegar a lo alto de Equemauville, divisó las luces de Honfleur, que centelleaban en la noche como un montón de estrellas; a lo lejos, el mar se tendía confusamente. Entonces sintió una emoción que la paralizaba: y la miseria de su infancia, la decepción del primer amor, la despedida de su sobrino, la muerte de Virginia, como si fueran olas de una misma marea, volvían todas a un tiempo y, subiéndose a la garganta, la ahogaban.

Luego quiso hablar al capitán del barco, y sin decirle lo que enviaba, se lo dejó bien recomendado.

Fellacher tuvo mucho tiempo el papagayo.

Siempre ofrecía despacharlo para la semana próxima. Al cabo de seis meses anunció la salida de una caja; pero no había tal cosa. Era para sospechar que Lulú ya no volvería nunça. “¡Me le habrán robado!", pensaba ella.

Al fin llegó, y espléndido, posado sobre la rama de un árbol que se ajustaba a un zócalo de caoba, una pata en el aire, la cabeza oblicua y mor cliendo una nuez que el disecador había sobredorado por amor a la magnificencia.

Felicidad le encerró en su cuarto.

Aquel sitio, donde admitía a muy poca gente,.

Didy