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la rueda del asador, el pregón agudo del pescadero, la sierra del carpintero de enfrente, y cuando sonaba la campanilla remedaba a la señora Aubain: "Felicidad, ¡la puerta, la puerta!".

Tenían sus diálogos, él repitiendo hasta la saciedad las tres frases de su repertorio, y ella contestando con palabras sin enlace, pero en las que desbordaba su corazón. En aquel aislamiento, Lulú era para ella casi un hijo, un enamorado. Trepaba por sus dedos, mordisqueaba sus labios, se colgaba de su pañuelo, y como ella inclinaba la frente balanceando la cabeza, como hacen las nodrizas, las grandes alas de su toca y las alas del pájaro palpitaban juntas.

Cuando se amontonaban las nubes y retumbaba el trueno, sus chillidos decían que acaso se acordara de las tormentas de sus bosques natales. Si el agua llovía a chorros, revoloteaba desconcertado, subía al techo, lo tiraba todo, y por la ventana se iba a chapotear al jardín; pero pronto se refugiaba otra vez en los morillos de la chimenea, y, saltando para secarse las plumas, tan pronto enseñaba la cola como el pico.

Una mañana del terrible invierno de 1837 se le encontró muerto en su jaula, junto al fuego, donde ella le había puesto para preservarle del frío, cabeza abajo y con las uñas en los alambres. ¿Le había matado una congestión? Felicidad creyó en un envenenamiento por medio del perejil, y, a pesar de la carencia absoluta de pruebas, sus sospechas recayeron sobre Talu.