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la habrían salvado. Se acusaba a sí misma, quería morir también, gritaba con angustia en medio de sus pesadillas. Una, sobre todo, la obsesionaba.

Su marido, vestido de marinero, volvía de un largo viaje, y la decía llorando que había recibido orden de llevarse a Virginia. Entonces se concertaban para buscar un escondrijo en cualquier parte.

Cierta vez volvió del jardín sobresaltada. Acababa de verlos y señalaba el sitio; se le habían aparecido el padre y la hija, uno junto al otro, sin decir nada, mirándola nada másti Durante muchos veces permaneció en su cuarto sin moverse. Felicidad la sermoneaba suavemente. Era preciso cuidarse, por su hijo y por la otra, en recuerdo de ella.

—¿Ella?—repetía la señora Aubain, como si despertara. ¡Ah! ¡Sí! Sí!... ¡No la olvidéis!

Alusión al cementerio, que la habían prohibido terminantemente.

Felicidad iba todos los días.

A las cuatro en punto, bordeando las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y cadenas alrededor para cerrar un jardincito. Los arriates desaparecían, cubiertos de flores. Ella regaba las hojas, mudaba la arena, se ponía de rodillas para labrar mejor la tierra. Cuando pudo ir la señora Aubain experimentó un alivio, una especie de consuelo.

Luego transcurrieron los años, iguales a sí raisby