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Las buenas hermanas decían de ella que era muy cariñosa, pero delicada. La menor emoción la debilitaba. Fué necesario dejar el piano.

Su madre exigía del convento que escribiesen con regularidad. Una mañana, el cartero no venía, y ella se impacientó, paseando por la sala, desde su sillón a la ventana. ¡Era realmente extraño!

¡Cuatro días sin noticias!

Para que se consolara con su ejemplo, Felicidad le dijo:

¡Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo!...

—¿Pero de quién?

La criada replicó dulcemente:

—Pues... de mi sobrino!

—¡Ah! Del sobrino!

Y encogiéndose de hombros, la señora Aubain volvió a sus paseos, lo cual quería decir: "No me acordaba de eso... y además, ¡me río yo! Un grumete, un perdido... ¡valiente cosa! Mientras que mi hija! ¡Imagínese usted!"...

Aun estando curtida contra las paiabras duras, Felicidad se indignó contra la señora; luego olvidó.

Le parecía muy natural perder la cabeza tratándose de la niña.

Ambas criaturas tenían la misma importancia para ella: las unía un lazo de su corazón, y sus destinos debían ser iguales.

El farmacéutico la comunicó que el barco de Víctor había llegado a la Habana. Acababa de leer la noticia en una Gacetang i