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Al pasar cerca del Calvario, Felicidad quiso encomendar a Dios al que ella más quería, y rezó mucho tiempo, de pie, bañada de lágrimas la cara, y los ojos mirando a las nubes. Dormía la ciudad, paseaban los aduaneros y el agua caía sin parar por los agujeros de la esclusa con un ruido de torrente. Dieron las dos.

El locutorio no se abriría antes de amanecer.

Un retraso seguramente disgustaría a la señora, y se volvió, a pesar de su deseo de abrazar al otro niño. Cuando ella entraba en Pont—l'Evêque se despertaban las criadas de la Hostelería, ¡El pobre muchacho iba a dar tumbos sobre las olas meses y meses! Los viajes anteriores no la habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se vuelve; pero América, las colonias, las islas, todo eso estaba perdido en una región vaga al otro lado del mundo.

Desde entonces, Felicidad pensó exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se torturaba acordándose de la sed; cuando hacía tormenta temía que le cayera un rayo. Oyendo al viento mugir en la chimenea y arrastrar las tejas, le veía azotado por aquella misma tempestad, en lo alto de un mástil roto, echado atrás todo el cuerpo bajo un manto de espuma; y también—recuerdos de la geografía con láminas—le veía a veces comido por los salvajes, raptado en un bosque por los monos o muriéndose en una playa desierta. Y nunca hablaba de sus inquietudes.

Otras tenía la señora Aubain por su hija.