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luego las niñas se levantaron. Paso a paso, cogidas de la mano, iban hacia el altar, resplandeciente de luces, se arrodillaban en el primer escalón, recibían la hostia una tras otra, y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno a Virginia, Felicidad se inclinó para verla, y con la imaginación que da el cariño verdadero le pareció que aquella niña era ella misma, aquel rostro se convertía en el suyo, su traje la vestía; le latía en el pecho su corazón, y en el momento de abrir la boca, cerrando los párpados, le faltó poco para desmayarse.

Al día siguiente, muy temprano, se presentó en la sacristía para que el señor cura la diera la comunión. La recibió devotamente, pero no gozó las mismas delicias, La señora Aubain quiso hacer de su hija una persona correcta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la música, resolvió llevarla al colegio de las Ursulinas de Honfleur.

La niña no objetó nada. Felicidad suspiraba, pensando que la señora era insensible. Luego creyó que acaso tuviera razón su ama, porque de aquellas cosas ella no entendía.

Por fin, una mañana se detuvo ante la puerta una berlina vieja, y se apeó la monja que venía en busca de la señorita. Felicidad subió el equipaje a la baca, hizo sus recomendaciones al cochero y colocó en el cofre seis botes de confituras y una docena de peras con un ramo de violetas.

Ya en el último momento, Virginia sintió que Dighiza by