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feliz. La dulzura del medio había fundido su tristeza..

Todos los jueves venían algunos contertulios a jugar su partida de boston. Felicidad preparaba de antemano las cartas y los braserillos.

Llegaban a las ocho en punto, y se retiraban antes de dar las once.

Los lunes por la inafiana, el prendero que habitaba en el callejón instalaba en el suelo todo su hierro viejo. Luego se llenaba la ciudad de un murmullo de voces, con el que se mezclaban relinchos de caballos, balidos de ovejas, gruñidos de cerdos y a más el ruido seco de los carretones en la calle. Hacia el medio día, cuando el mercado estaba en lo mejor, se asomaba por los umbrales un aldeano viejo y espigado, con la gorra echada atrás, gran nariz aguileña... Era Robelin, el arrendatario de Sefloses. Poco después venía Liebard, el arrendatario de Toucques, pequeño, colorado y grueso, vestido de chaqueta gris y polainas, calzadas las espuelas.

Ambos ofrecían gallinas y quesos a la propietaria. Felicidad descubría invariablemente sus astucias, y se iban llenos de consideración hacia ella.

De vez en cuando, madama Aubain recibía la visita del marqués de Gremanville, tío suyo, arruinado por la crápula, que vivía en Falaise de la última parcela de sus tierras. Presentábase siempre a la hora del desayuno con un maldito perro de aguas, cuyas patas ensuciaban todos los muebles. A pesar de sus esfuerzos por parccer De jace or