en la terraza de una casa, y más tarde en la cámara de Herodías.
Antipas retrocedió para no verla. Vitelio arrojó una mirada indiferente.
Descendió del estrado Mannaei, y la exhibió a los capitanes romanos, luego a todos los que comían por aquel lado.
La examinaron.
La hoja aguda del instrumento, resbalando de alto a abajo, había rozado la mandíbula. Una convulsión plegaba las comisuras de la boca. Sangre, cuajada ya, salpicaba la barba. Los párpados cerrados eran pálidos como dos conchas, y los candelabros de alrededor enviaban sus rayos.
Llegó a la mesa de los sacerdotes. Un fariseo, curioso, la volvió, y Mannaei, después de colocarla otra vez a plomo, la puso delante de Aulio, que despertó. Desde el arco de sus cejas, las pupilas muertas y las pupilas apagadas parecieron decirse alguna cosa, En seguida, Mannaei la presentó a Antipas.
Por las mejillas del Tetrarca corrieron lágrimas.
Apagábanse los hachones. Salían los convidados, y no quedó en la sala más que Antipas, con la mano en la sien, y mirando sin cesar la cabeza cortada, mientras Phanuel, de pie en medio de la inmensa nave, murmuraba oraciones, con los brazos extendidos.