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brotaban de sus brazos, de sus pies, de sus ves:

tidos, innumerables e invisibles chispas, que inflamaban a los hombres. Cantó un arpa. La multitud la acogió con aclamaciones. Sin doblar sus rodillas, separando las piernas, se encorvó tanto, que su mentón rozó con las tablas, y los nómadas, habituados a la abstinencia, los soldados de Roma expertos en placeres, los avaros publicanos, los viejos sacerdotes, agriados por las disputas, todos, dilatando las ventanas de su nariz, palpitaban de deseo.

Después giró alrededor de la mesa de Antipas frenéticamente, como el rombo de las hechiceras, y él la decía con la voz entrecortada por sollozos de voluptuosidad: "Ven, ven!" Giraba ella sin cesar, sonaban los salterios próximos a estallar.

La muchedumbre, aullaba. Pero el Tetrarca gritaba más fuerte: "¡Ven, ven! ¡Será tuyo Cafarnaum! ¡La llanura de Tiberiades! ¡Mis ciudadelas! La mitad de mi reino!

Echándose ella sobre las manos, con los talones en el aire recorrió el estrado como un enorme escarabajo; y se detuvo bruscamente.

Su nuca y sus vértebras formaban ángulo recto. Los forros de color que envolvían sus piernas, pasando por encima del hombro, como arco iris, destacaban su rostro a un codo del suelo.

Sus labios estaban pintados, sus cejas muy negras, sus ojos casi terribles y dos gotitas en su frente parecían rocío sobre mármol blanco.

No hablaba ella. Se miraron.

De lecco