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En esto, abriéronse de pronto los cortinajes de la tribuna de oro, y a la fastuosa luz de los cirios, rodeada de sus esclavas,, entre festones de anémonas, apareció Herodías, tocada con una mitra. asiria sujeta a la frente por un barboquejo, tendidos sus cabellos en espirales sobre un peplo escarlata, hendido a lo largo de las mangas. Dos monstruos de piedra, semejantes a los del tesoro de los atridas, alzábanse frente a la puerta, y así, semejante a Cibeles acompañada de sus leones, desde lo alto de la balaustrada que dominaba a Antipas, con una pátera en la mano, gritó:

—¡Larga vida al César!

Este homenaje fué repetido por Vitelio, Antipas y los sacerdotes.

Pero del fondo de la sala llegó un murmullo de sorpresa y admiración. Acababa de entrar una joven.

Bajo un velo azulado que la tapaba la cabeza y el pecho, se distinguían los arcos de sus ojos, las calcedonias de sus orejas, la blancura de su piel. Cubría sus hombros un cuadrado de seda tornasolada, sujeto a los riñones por un cinturón de orfebrería. Sus calzones negros estaban sembrados de mandrágoras, y de una manera indolente iba sonando sus menudas pantuflas de plumón de colibrí.

En lo alto del estrado se quitó su velo. Era Herodías, tal como en otro tiempo, cuando era jo ven. Luego se puso a danzar.

Pasaban sus pies, uno delante del otro, al ritDe ce