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bras. Fineas, galileo de origen, se negó a traducirlas. Entonces su cólera fué desmedida, tanto más cuanto que el asiático, lleno de miedo, había desaparecido; y la comida le desagradaba, los manjares le parecían vulgares, insuficientemente disfrazados. Se calmó, al fin, viendo ciertos rabos de oveja siria, que eran como paquetes de grasa.

El carácter de los judíos le parecía odioso a Vitelio. Su Dios bien podía ser Moloch, a quien erigían altares que él mismo había encontrado por los caminos; y vinieron a su recuerdo los sacrificios de niños, con la historia del hombre que cebaban misteriosamente. Su corazón y su estómago de latino estaban revueltos de aseo por su intolerancia, su furor iconoclasta, su tozudez brutal. El Procónsul quería partir, pero Aulio se negó.

Con las ropas desceñidas hasta las caderas, yacía detrás de un montón de vituallas, demasiado repleto para engullirlas, pero obstinado en no dejarlas.

La exaltación del pueblo iba en aumento. Se entregaban a proyectos de independencia, se recordaba la gloria de Israel. Todos los conquistadores habían sido castigados. Antígona, Craso.

Varo...

— Miserables!—dijo el Procónsul, porque entendía el siriaco, y su intérprete no le servía sino para darle más tiempo a responder.

Antipas, rápido, sacó la medalla del emperador, y, observándole trémulo, la presentó del lado de la imagen.