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burlarse. "No, no, te lo juro!"; y con el brazo izquierdo le rodeó la cintura; caminaba, sostenida por aquel abrazo, cada vez más despacio. El viento era tibio, brillaban las estrellas, bamboleábase ante ellos la enorme carretada de heno, y los cuatro caballos iban levantando a su paso nubecillas de polvo. Luego, sin que se lo mandaran, torcieron a la derecha. La besó él una vez más.

Ella desapareció en la sombra.

A la semana siguiente consiguió Teodoro alguna cita.

Se encontraban en un rincón de los corrales, detrás de una tapia, bajo un árbol solitario. Ella no era inocente como pudiera serlo una señorita—los animales la habían instruído; pero la razón y el instinto del honor la impidieron caer.

Aquella resistencia exasperó el amor de Teodoro tanto que, para satisfacerlo—o acaso ingenuamente, la propuso casarse con ella. Como vacilaba en creerle, hizo él grandes juramentos.

Pronto tuvo que confesarla algo enojoso; el año anterior sus padres le habían comprado un hombre; pero de un día a otro podían volver a llamarie; la idea de ir al servicio le espantaba. Esta cobardía fué para Felicidad una prueba de cariño, y así, redobló el suyo. Por la noche se escapaba, y llegando a la cita Teodoro la torturaba con sus inquietudes y súplicas.

Por último anunció que iría él mismo a la Prefectura a tomar informes, y los traería el domingo próximo, de once a doce de la noche.

De ce a