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recido; por donde auguraba él la muerte de un hombre importante, aquella misma noche, en Machærus.

¿Quién? Vitelio estaba bien vigilado. A Iaokanann no iban a ejecutarle. "Por lo tanto, soy yo", pensó el Tetrarca.

Acaso iban a volver los árabes? ¿Descubriría el Procónsul sus relaciones con los Parthos? Sicarios de Jerusalén escoltaban a los sacerdotes y llevaban puñales debajo de la ropa. El Tetrarca no dudaba de la ciencia de Phanuel.

Tuvo pensamiento de recurrir a Herodías. Sin embargo, la odiaba. Pero ella le daría valor, sin contar con que no estaban rotos todos los lazos del hechizo que en otro tiempo había sufrido.

Cuando entró en su cámara humeaba el cinamomo sobre la taza de pórfido de una fuente; polvos, ungüentos, gasas como nubes, bordados más ligeros que plumas aparecían allí dispersos.

No habló de la predicción de Phanuel ni de su miedo a los judíos y a los árabes; le hubiera tachado de cobarde. Habló sólo de los romanos. Vitelio no le había confiado nada de sus proyectos militares, y le suponía amigo de Cayo, que se comunicaba con Agripa, y podía desterrarle o acaso ahorcarle.

Herodías, con indulgencia desdeñosa, trató de tranquilizarle. Por fin, sacó de un cofrecillo una medalla singular, ornada con el perfil de Tiberio.

Esto bastaba para hacer palidecer a los lictores y desvanecer las acusacionesdo