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raban inquietos con sus ojos de niño. Por costumbre, lanzó desde el fondo de su garganta un grito ronco que les puso alegres y se encabritaron, hambrientos de espacio, deseando volar.

Temiendo que Vitelio se los llevara, Antipas los había encerrado en aquel lugar, destinado a los animales en caso de sitio.

—La cuadra es mala—dijo el Procónsul—; te expones a perderlos. Haz el inventario, Sisenna.

El publicano sacó una tablilla de su cinturón, contó los caballos y los inscribió.

Los agentes de las compañías fiscales corrompían a los gobernadores para saquear las provincias. Husmeaba éste por todas partes con su mandíbula de hurón y sus párpados.

Por fin subieron otra vez a la plaza.

Grandes placas circulares de bronce, desparramadas por el pavimento, cubrían las cisternas.

Observó una más grande que las otras. Las golpeó todas alternativamente, y luego, pateando, gritó:

¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Aquí está el tesoro de Herodes!

La busca de aquellos tesoros era una locura de los romanos.

Juraba el Tetrarca que no existían.

Sin embargo, qué había allí abajo?

Nada! Un hombre, un prisionero!

— Enséñalo!—dijo Vitelio.

El Tetrarca no obedeció, porque los judíos huDe Size of