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Al principio pareció no comprender. Pero Vitelio lanzó una mirada a Antipas, el cual repitió en seguida la orden, y entonces Iazim aplicó sus dos manos contra la puerta, y ésta, sola, resbaló en el muro.

Un soplo de aire cálido se exhaló de las tinieblas. Penetraron en un pasadizo en curva, que les llevó a los umbrales de una gruta más amplia que los otros subterráneos.

Al fondo abríase una arcada sobre el precipicio, que defendía por aquel lado la ciudadela.

Una madreselva trepando hasta la bóveda dejaba caer sus flores a la luz del día. A ras del suelo pasaba murmurando un hilillo de agua.

Habría allí hasta un centenar de caballos blancos, que comían la cebada en un gran tablero al nivel del hocico. Llevaban todos las crines pintadas de azul, los cascos en mitones de esparto y los pelos de entre las orejas cafan sobre el frontal como una peluca. Con su cola, muy larga, sacudían blandamente los jarretes. El Procónsul quedó mudo de admiración.

Eran animales maravillosos, flexibles como serpientes, ligeros como pájaros. Partfan con la flecha del jinete, derribaban a los hombres mordiéndoles en el vientre, salvaban los obstáculos de las rocas, saltaban sobre los abismos, y durante un día entero sostenían su galope frenético por las llanuras; una palabra les detenía. En cuanto entró lazim se fueron a él como borregos cuando aparece su pastor, y, estirando el cuello, le miDe lace w