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rostro granujiento, con los dedos cubiertos de perlas. Le ofrecieron una copa llena de vino aromático. La bebió y pidió otra.

El Tetrarca se había arrojado a las rodillas del procónsul, pesaroso—decía—de no haber conocido antes el favor de su presencia. De no ser así, hubiera dispuesto todo lo necesario para el paso de los Vitelios. Descendían éstos de la diosa Vitelia.

Un camino que conduce de Janículo al mar, lleva todavía su nombre. Las cuesturas, los consulados, eran innumerables en su familia. En cuanto a Lucio, su huésped, se le debía gratitud como vencedor de Elitos y como padre del joven Aulio, que parecía regresar a sus dominios, puesto que el Oriente era la patria de los dioses. Tales hiperboles fueron expresadas en latín, y Vitelio las aceptó impasible.

Respondió él que el gran Herodes bastaba para la gloria de una nación. Los atenienses le habían concedido la superintendencia de los juegos olímpicos. Había erigido templos en honor de Augusto, siendo paciente, ingenioso, terrible y siempre fiel a los Césares.

Entre las columnas de capitel broncíneo se divisó a Herodías avanzando con ademán de emperatriz, rodeada de mujeres y eunucos que sostenían en bandejas de plata perfumes encendidos.

El procónsul salió tres pasos a su encuentro, y la saludó con una inclinación de cabeza.

—¡Qué júbilo—gritó Herodías—saber que AgriDe acco