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fuego bajo las cenizas y se dormía ante el hogar, con el rosario entre las manos. Nadie sabía regatear con más obstinación. En cuanto a limpie za, el brillo de sus cacerolas causaba la desesperación de las demás sirvientas. Ahorradora, comía despacio y recogía con los dedos, sobre la mesa, las migajas de su pan, un pan de doce libras, cocido a propósito para ella, y que duraba veinte días.

Llevaba en todo tiempo un pañuelo de índiana, sujeto a la espalda por un alfiler, un gorrito cubriéndola los cabellos, medias grises, falda roja y, sobre la camisola, un delantal con pechero, como las enfermeras de hospital.

II

Había tenido, como todas, su historia de amor.

Su padre, que era albañil, se había matado cayendo de un andamio. Luego murió su madre, dispersáronse las hermanas; un labrador la recogió y la dedicó desde pequeñita a guardar vacas en el campo. Tiritaba bajo los harapos, bebía boca abajo el agua de los charcos, por menos de nada la golpeaban, y al fin la despidieron por un robo de treinta sueldos que no había cometido. Entró en otra granja, donde fué moza de corral, y, como los amos estaban contentos con ella, sus compañeras la envidiaban.

Una noche de agosto—tenía entonces diez y ocho años—la arrastraron a la feria de Colleville.