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de las cosas, eran una fatalidad de las casas reales. En la de Herodes ya no podían contarse.

Luego reveló ella todo su plan: los deudos comprados, las cartas interceptadas, los espías en todas las puertas, y cómo había llegado a seducir a Eutiques, el denunciador: "¡Nada me costaba!

No he hecho yo por ti mucho más? ¿No he abandonado a mi hija ?" Desde su divorcio la había dejado en Roma, esperando tener otros hijos del Tetrarca. Nunca hablaba de eso, y Antipas se preguntaba a qué obedecía su acceso de ternura.

Habían desplegado el velarium y colocado rápidamente anchos cojines cerca de ellos. Herodías se dejó caer, y lloró vuelta de espaldas. Luego, pasándose las manos por los párpados, dijo que no quería atormentarse más, que se juzgaba feliz; y recordo sus conversaciones, allá abajo, en el atrium, sus encuentros en las termas, sus paseos a lo largo de la Vía Sacra y las noches pasadas en las soberbias villas de la campiña romana, bajo los arcos de rosas y entre el murmullo de los surtidores. Le miraba como en otro tiempo, apretándose contra su pecho con gestos mimosos.

El la rechazó. ¡Estaba ya tan lejos el amor que Herodías trataba de reanimar! Lo que ahora se le presentaba eran sus desdichas, porque pronto iba a hacer doce años que la guerra no cesaba nunca. Tantas preocupaciones habían envejecido al Tetrarca. Sus hombros se encorvaban cubiertos de una toga sombría, con cenefa violeta, mezcláDe jace o