¿Qué he de hacer, pues?
No me traiciones por temor á mi mal. Viene después de haber vagado largo tiempo y se ceba como tiene costumbre de cebarse.
¡Ay! ¡oh desgraciado! ¡ay, tú que estás miserablemente abrumado por tantos males! ¿quieres que te coja, que te dé la mano?
No, eso no; pero toma este arco, como me pedías hace poco; tómalo y guárdalo hasta que el dolor de mi mal se apacigüe. En efecto, el sueño se apodera de mí tan pronto como mi mal ha cesado, y no me veo antes libre de él. Pero es preciso que me dejes dormir tranquilo. Si, durante ese tiempo, llegan, ¡por los Dioses! te recomiendo que no les entregues esa armas, ni voluntariamente, ni por la fuerza, ni de modo alguno, so pena de que te mates al mismo tiempo que á mí que soy tu suplicante.
Eso toca á mi vigilancia. Tranquilízate: no estarán encomendadas mas que á ti y á mí. Dámelas, confiando en la fortuna.
Helas aquí, hijo, tómalas, y pide á la divina Envidia que no te ocurra una desgracia como á mí y al que las tuvo antes que yo.
¡Oh Dioses! ¡que esto nos sea concedido, así como una feliz y rápida navegación que nos lleve allí donde un dios estime justo que vayamos!