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Sófocles

hubo franqueado el estadio de un extremo á otro, salió, obteniendo el honor de la victoria. No sabría yo decir en pocas palabras las innumerables grandes acciones y la fuerza de un héroe semejante. Sabe únicamente que volvió á alcanzar los premios de la victoria en todos los combates propuestos por los jueces de los juegos. Y todos le llamaban dichoso y proclamaban al argivo Orestes, hijo de Agamenón que reunió en otro tiempo el ilustre ejército de la Hélada. Pero las cosas son así, que, si un dios nos envía una desgracia, nadie es bastante fuerte para escapar á ella. En efecto, el día siguiente, cuando el rápido combate de los carros tuvo lugar al levantarse Helios, entró con numerosos rivales. Uno era acayo, otro de Esparta, y otros dos eran libios y hábiles en conducir un carro de cuatro caballos. Orestes, que era el quinto, llevaba yeguas tesalias; el sexto venía de Etolia con fieros caballos; el séptimo era magneta; el octavo, con caballos blancos, era de Enia; el noveno era de Atenas fundada por los Dioses; en fin, un beocio estaba en el décimo carro. Manteniéndose erguidos, después que los jueces hubieron asignado, según la suerte, el puesto de cada uno de ellos, en cuanto la trompeta de bronce hubo dado la señal, se precipitaron, excitando á sus caballos y sacudiendo las riendas, y todo el estadio se llenó con el estrépito de los carros resonantes; y el polvo se amontonaba en el aire; y todos mezclados juntamente, no ahorraban los aguijones y cada uno quería adelantar á las ruedas y á los caballos agitados del otro; porque éstos arrojaban su espuma y sus ardientes resoplidos sobre las espaldas de los conductores de carros y sobre el círculo de las ruedas. Orestes, acercándose al último límite, lo rozaba con el eje de la rueda, y, soltando las riendas al caballo de la derecha, contenía al de la izquierda. Ahora bien; en aquel momento, todos los carros estaban todavía en pie, pero entonces, los caballos del hombre de Enia, hechos duros de boca, arrastraron el carro con violencia, y, al volver, como, acabada la sexta vuelta, comenzaban la séptima, chocaron de frente con las cuadrigas de los libios. Una rompe á otra y cae con ella, y toda la Ilanura de Crisa se llena con aquel naufragio de carros. El ateniense, habiendo visto esto, se apartó de la vía y contuvo las riendas como hábil conductor, y dejó toda aquella tempestad de carros moverse en la llanura. Durante este tiempo, Orestes, el último de todos, conducía sus caballos, con la esperanza de ser victorioso al fin; pero, viendo que el ateniense había quedado solo, hirió las orejas de sus caballos rápidos con el sonido agudo de su látigo, y lo persiguió. Y