por los augurios de las aves ni por una revelación de los Dioses. Y yo, Edipo, que llegaba sin saber nada, hice callar á la Esfinge por la fuerza de mi espíritu y sin la ayuda de las aves augurales. ¡Y es éste el hombre que tú intentas derribar, esperando sentarte al lado de Creón sobre el mismo trono! Pero pienso que tendréis desgracia tú y el que ha urdido el designio de arrojarme de la ciudad como una mancha. Si no creyese que la vejez te ha vuelto insensato, bien pronto sabrías lo que cuestan tales designios.
Por lo que juzgamos de ellas, sus palabras y las tuyas, Edipo, nos parecen llenas de una ardiente cólera. Es preciso no ocuparse de ello, sino averiguar cómo cumpliremos mejor el oráculo del dios.
Si tú posees el poderío regio, me pertenece, sin embargo, responderte como igual. Tengo este derecho, en efecto. No te estoy en modo alguno sometido, sino á Lojias; y no seré jamás inscrito como cliente de Creón. Puesto que me has reprochado estar ciego, te digo que no ves con tus ojos en medio de qué males estás sumido, ni con quién vives, ni en qué moradas. ¿Conoces á aquellos de quienes naciste? No sabes que eres el enemigo de los tuyos, de los que están bajo la tierra y de los que están sobre la tierra. Las horribles execraciones maternas y paternas, cayendo á la vez sobre ti, te arrojarán un día de esta ciudad. Ahora ves, pero entonces estarás ciego. ¿Dónde no gemirás? ¿Qué paraje del Citerón no resonará con tus lamentaciones, cuando conozcas tus nupcias consumadas y á qué puerto fatal has sido lanzado después de una navegación feliz? No ves las miserias sin cuento que te harán el igual de ti mismo y de tus hijos. Ahora, cólmanos de ultrajes á Creón y á mí, porque ninguno de los mortales sucumbirá mas que tú bajo más crueles miserias.
¿Quién podría aguantar tales palabras? ¡Vete, abominable! ¡date prisa! ¡sal de estas moradas, y no vuelvas!
Ciertamente, no hubiera venido si no me hubieses llamado.