tras otro, á todos los hombres, semejantes á rápidas aves, precipitarse con más ardor que el fuego no dominado hacia la ribera del dios occidental!
La ciudad está agotada por los funerales innúmeros; la multitud no llorada y que da la muerte yace sobre la tierra; y las jóvenes casadas y las madres de blancos cabellos, prosternadas aquí y allá sobre las gradas de cada altar, piden con alaridos y lamentos el fin de sus males deplorables. El Peán y el rumor doloroso de las lamentaciones estallan y se redoblan. ¡Oh hija de oro de Zeus, envíanos un socorro poderoso!
Obliga á huir á este Ares apestado que, sin sus armas de bronce, nos abrasa ahora arrojándose sobre nosotros con grandes clamores. Arrójale fuera de la patria, ya sea en el ancho lecho de Anfitrita, ya sea hacia la costa inhospitalaria del mar Tracio; porque lo que la noche no ha terminado, el día lo acaba. ¡Oh Padre Zeus, dueño de los espléndidos relámpagos, consúmele con tu rayo!
¡Rey licio! ¡Puedas, para venir en nuestra ayuda, lanzar de tu arco de oro tus flechas invencibles! ¡Puedan brillar las antorchas flamígeras con que Artemis recorre los montes licios! ¡Y yo invoco al dios epónimo de esta tierra, el de la mitra de oro, Baco Evio, el Purpúreo, el compañero de las Ménadas, para que venga agitando una ardiente antorcha contra ese Dios menospreciado entre todos los Dioses!
Tú oras, y te será concedido lo que deseas, un remedio y un apaciguamiento para tus males, si quieres escucharme y proceder contra esta calamidad. Hablaré como extraño al oráculo y al hecho consumado; porque no avanzaré mucho en mi investigación, si no tengo algún indicio. Ahora, yo, el último venido aquí después del suceso, os digo esto á todos vosotros, ciudadanos cadmeos. Cualquiera de vosotros que sepa por qué hombre fué matado Layo Labdácida, ordeno que él me lo revele todo. ¡Si teme ó si rehusa acusarse, que salga sano y salvo de este país! No sufrirá ningún otro cas-