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Las traquinenses

dre! Saca la espada y hiéreme bajo la clavícula. Nadie juzgará que es un crimen. Cura los dolores que me ha causado tu impía madre, ella á quien yo quisiera ver atacada del mal que me mata. ¡Oh dulce Ades, oh hermano de Zeus, adorméceme, adormece mis tormentos con una muerte rápida!

Amigas, siento horror de oir los lamentos del rey, y de ver los males de que un hombre como él está atormentado.

¡Oh, qué de males terribles de contar he soportado con la ayuda de mis manos y de mis hombros! Pero jamás, ni la esposa de Zeus, ni el odioso Euristeo, me han hecho tanto mal como la astuta hija de Eneo, ella que ha envenenado mis hombros con esta túnica tejida por las Erinias, y por la cual perezco. En efecto, adherida á mis riñones, ha corroído todas mis carnes, y, penetrando hasta las arterias del pulmón, ha bebido ya la sustancia de mi sangre, y todo mi cuerpo se pudre con esta ciega atadura. ¡Y esto no ha podido ser hecho ni por el hierro de la lanza en la llanura, ni por el ejército de los Gigantes nacidos de Gea, ni por el furor de las bestias salvajes, ni por Griego, ni por Bárbaro, ni por aquellos de quienes yo he purgado la tierra; pero una mujer débil, no viril, sola, me ha dominado sin la ayuda de la espada! ¡Oh hijo mío, muéstrate hijo mío solamente, y no pongas el nombre de tu madre por encima del mío! Arráncala de sus habitaciones, entrégala á mi mano, para que yo sepa claramente á cuál de nosotros dos llorarás más, al ver su cuerpo desgarrado por un castigo merecido. Ve, ¡oh hijo! ¡Atrévete! Ten piedad de mí, que soy tan desgraciado y que gimo como una doncella. Nadie dirá jamás que me ha visto tal antes de ahora, porque siempre he sufrido mis males sin quejarme; pero ahora, estoy miserablemente dominado como una mujer. Ven al lado de tu padre y mira lo que me abruma con tales males, porque yo te lo enseñaré sin velo alguno. Ved, mirad todos mi cuerpo desgarrado; contemplad mi miseria, ved el triste estado en que estoy. ¡Ah! ¡ah! ¡Desgraciado! ¡Ay! ¡ay! El ardor de este mal lamentable me abrasa de nuevo, y penetra otra vez en mi pecho, y el voraz veneno no parece haber de atenuarse. ¡Oh rey Ades, cógeme! ¡Refulge, brillo de Zeus! ¡Oh rey, oh padre, hiere, atraviésame con la flecha del rayo! El mal vuelve, abrasa, aumenta con violencia. ¡Oh manos! ¡manos, dedos, pecho! ¡Oh brazos