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Las traquinenses

No sé, pero estoy ansiosa, temiendo que se me acuse de haber causado un gran mal, á pesar de mi esperanza en contrario.

¿Lo dices por los presentes que has enviado á Heracles?

Ciertamente, y quisiera que nadie pudiese apresurarse á obrar, á no ser con certidumbre.

Dinos, si puede ser, la causa de tu temor.

Ha sucedido una cosa tal, mujeres, que, si la digo, oiréis referir una maravilla inesperada. El trozo de vellón blanco con el cual he untado el peplo ha desaparecido, sin que haya sido robado por ninguno de los servidores. Se ha consumido por sí mismo y ha desaparecido de encima de la piedra en que estaba colocado. Pero, para que sepas cómo han pasado las cosas, me explicaré más. En efecto, yo no he omitido nada de lo que me enseñó el salvaje Centauro, mientras sufría, atravesado el pecho por la punta aguda de la flecha; y he guardado de ello una memoria tan indeleble como lo que está grabado sobre tablillas de bronce. Yo debía guardar ese filtro, fuera del alcance, lejos del fuego y de los cálidos rayos del sol, en el fondo de mis habitaciones, hasta que fuese aplicado y extendido sobre algún objeto. Y así lo he hecho. Pero hoy, habiendo llegado el momento de usarlo me he encerrado, y he untado la túnica con ayuda de un pedazo del vellón de una oveja. Después, he plegado la túnica y la he puesto en un cofre, resguardada de los rayos solares, para ser entregada á Heracles, como habéis visto. Habiendo vuelto á casa, he visto una cosa extraordinaria, tal que el espíritu de nadie podría concebirla. Como había expuesto, arrojándolo al azar, el trozo de vellón á los rayos de Helios, en cuanto se calentó, se dispersó por tierra, semejante al polvo de la madera que corta la sierra. Así estaba extendido en tierra, y del paraje en que estaba se elevó una espuma que hervía, como, fermentado en el suelo, el