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Sófocles

oídos. Espantada, he caído de espaldas en brazos de las esclavas, y mi corazón ha desfallecido. Volved á decirme esas palabras, cualesquiera que sean. Las oiré, habiendo ya sufrido bastantes males por ello.

Ciertamente, querida dueña, diré aquello de que he sido testigo y no ocultaré nada de la verdad. ¿Para qué, en efecto, te he de halagar con mis palabras, si tengo que ser convencido de haber mentido? Lo mejor es la verdad. He seguido á tu esposo hasta la altura en que yacía aún el mísero cadáver de Polinice desgarrado por los perros. Allí, habiendo pedido á la Diosa de las encrucijadas y á Plutón que no se irritasen, le hemos lavado con abluciones piadosas, y hemos quemado sus restos con ayuda de un montón de ramas recién cortadas; y le hemos elevado un montículo funerario con la tierra natal. Luego, desde allí hemos ido al antro profundo de la joven virgen, esa cámara nupcial de Ades. Uno de nosotros oye desde lejos un grito penetrante salir de aquella tumba privada de honores fúnebres, y, corriendo, lo anuncia al dueño Creón. Mientras éste se aproxima, el rumor del gemido se extiende confusamente en derredor suyo, y él. suspirando, dice con voz lamentable: «¡Oh desgraciado de mí! ¿le he, pues, presentido? ¿No me lleva este camino á la mayor desdicha que haya sufrido todavía? La voz de mi hijo ha rozado mi oído. Vamos con prontitud, servidores, y, llegados á la tumba, habiendo arrancado la piedra que la cierra, penetrad en el antro, para que yo sepa si he oído la voz de Hemón, ó si soy engañado por los Dioses.» Hacemos lo que el dueño despavorido ha ordenado y vemos á la joven colgada, habiendo anudado á su cuello una cuerda hecha con su sudario. Y él tenía á la virgen abrazada por la mitad del cuerpo, llorando la muerte de su prometida enviada al Hades, y la acción de su padre, y sus nupcias lamentables. En cuanto Creón lo ve, con un profundo suspiro, va hasta él, y lleno de sollozos, lo llama: «¡Oh desgraciado! ¿Qué has hecho? ¿Qué pensamiento ha sido el tuyo? ¿Cómo te has perdido? ¡Yo te lo suplico, sal, hijo mío!» Pero el joven, mirándole con ojos sombríos, y como teniendo horror de verle, no responde nada y saca la espada de dos filos; pero la huída sustrae el padre al golpe. Entonces, el desdichado, furioso contra sí mismo, se arroja sobre la espada y se atraviesa con la punta en medio de los costados. Y con sus brazos desfalle-