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Sófocles

Esclavo de una mujer, ahórrame tu charla.

¿Quieres hablar siempre y no escuchar nada?

¿Sí? Pongo por testigo al Olimpo de esto, sábelo bien, no te regocijarás de haberme insultado. ¡Traed aquí á la que aborrezco, para que muera al punto ante su prometido, á su lado, bajo sus ojos!

¡No, por cierto, delante de mí! No, no lo creas. No morirá jamás delante de mí, y jamás asimismo volverás á verme con tus ojos, para que puedas delirar en medio de tus amigos que consienten en esto.

Este hombre se va lleno de cólera, ¡oh Rey! En semejante espíritu, un dolor ardiende y cruel es cosa temible.

Que se vaya, y que haga ó medite hacer más de lo que puede un hombre: no librará á estas jóvenes de su suerte.

¿Destinas, pues, á ambas á la muerte?

No á la que no ha tocado el cadáver. Me has advertido bien.

¿Por qué suplicio has decidido que perezca la otra?

La llevaré á un lugar no hollado por los hombres, la encerraré viva en un antro de piedra, con tan poco alimento como es preciso para la expiación, para que la ciudad no sea mancillada por su muerte. Allí, por sus plegarias, obtendrá quizá de Ades, el único de los Dioses á quien