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Sófocles

ello. Y la hemos interrogado sobre la acción ya cometida y sobre la más reciente, y no ha negado nada. Y esto me ha complacido y me ha entristecido al mismo tiempo; porque, si es muy dulce escapar de la desgracia, es triste llevar á ella á los amigos. Pero todo es de menor precio que mi propia salud.

Y tú que inclinas la cabeza hacia la tierra, yo te hablo: ¿confiesas ó niegas haber hecho eso?

Lo confieso, no niego haberlo hecho.

En cuanto á ti, ve adonde quieras; absuelto estás de ese delito. Pero tú, respóndeme en pocas palabras y brevemente: ¿conocías el edicto que prohibía eso?

Lo conocía. ¿Cómo había de ignorarlo? Es conocido de todos.

¿Y siendo así, te has atrevido á violar esas leyes?

Es que no las ha hecho Zeus, ni la Justicia que está sen—tada al lado de los Dioses subterrános. Y no he creído que tus edictos pudiesen prevalecer sobre las leyes no escritas é inmutables de los Dioses, puesto que tú no eres mas que un mortal. No es de hoy, ni de ayer, que ellas son inmutables; sino que son eternamente poderosas, y nadie sabe cuánto tiempo hace que nacieron. No he debido, por temor á las órdenes de un solo hombre, merecer ser castigada por los Dioses. Sabía que debo morir un día, ¿cómo no saberlo? aun sin tu voluntad, y si muero antes del tiempo, eso será para mí un bien, según pienso. Cualquiera que vive como yo en medio de innumerables miserias, ¿no obtiene provecho con morir? Ciertamente, el destino que me espera en nada me aflige. Si hubiese dejado insepulto el cadáver del hijo de mi madre, eso me hubiera afligido; pero lo que he