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Antígona

taré esta ciudad. Y he ordenado, por un edicto, que se encerrase en una tumba á Eteocles, que, combatiendo por esta ciudad, ha muerto bravamente, y que se le rindiesen los honores fúnebres debidos á las sombras de los hombres valientes. Pero, en cuanto á su hermano Polinice, que, vuelto del destierro, ha querido destruir por las llamas su patria los Dioses de su patria, que ha querido beber la sangre de sus allegados y reducir á los ciudadanos á servidumbre, quiero que nadie le dé una tumba, ni le llore, sino que se le deje insepulto, y que sea ignominiosamente destrozado por las aves carnívoras y por los perros. Tal es mi voluntad. Los impíos no recibirán jamás de mí los honores debidos á los justos; pero cualquiera que sea amigo de esta ciudad, vivo ó muerto, será igualmente honrado por mí.

Te place obrar así, Creón, hijo de Meneceo, respecto al enemigo de esta ciudad y á su amigo. Todos, tantos cuantos somos, vivos ó muertos, estamos sometidos á tu ley, cualquiera que sea.

Velad, pues, para que el edicto sea respetado.

Confía ese cuidado á otros más jóvenes.

Ya hay guardianes del cadáver.

¿Qué nos ordenas, pues, además?

No permitir que se desobedezca.

Nadie es bastante insensato para desear morir.

Ciertamente, tal es la recompensa prometida; pero la esperanza de un lucro ha perdido á los hombres con frecuencia.