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Sófocles

Mi vida se inclina á su fin. No quiero morir sin cumplir á la ciudad las promesas que he hecho.

¿Por qué sabes que vas á morir?

Los Dioses mismos me lo anuncian como heraldos, y no descuidan ninguna de las señales que revelaron.

¿Cómo dices, anciano? ¿Qué señales son esas?

Esos truenos no interrumpidos, esos dardos flameantes que parten de una mano invencible.

Me has convencido, porque sé que profetizas con frecuencia y cosas verdaderas. Ahora, di lo que es preciso hacer.

Te revelaré, hijo de Egeo, cosas que jamás envejecerán y que serán siempre favorables para esta ciudad. Yo mismo, sin ser conducido por mano alguna, te llevaré en seguida allá donde debo morir. No indiques nunca á ninguno de los mortales ni el lugar en que quede oculto mi cuerpo, ni en qué comarca, para que, modo de innumerables escudos y portadores de lanzas aliados, sea siempre para ti un baÎuarte contra tus vecinos. Pero la cosa sagrada que no está permitido decir, la sabrás allí donde hayas venido solo conmigo. No la revelaré á ninguno de éstos, ni siquiera á mis hijas, aunque las amo. ¡Sábela, solo; y, cuando hayas llegado al fin de tu vida, confía este secreto sólo á tu heredero, y que éste lo confíe á quien impere después de él! Así harás á tu ciudad inexpugnable para los tebanos. Numerosas ciudades, aun bien regidas, han sido arrastradas á la iniquidad. Los Dioses, pronto ó tarde, descubren al que, lleno de demencia, menosprecia las cosas divinas. ¡Oh hijo de Egeo, no seas nunca tal! Pero te enseño lo que sabes. El Dios me