puesto que no ha sido mas que cerca de vosotros, únicos entre todos los hombres, donde he hallado la piedad, la equidad y palabras que no quieren engañar. Respondo de esto por experiencia, porque todo lo que tengo lo tengo por ti y no por ningún otro de los mortales. Tiéndeme la mano, ¡oh Rey! tiende tu mano, que yo la toque, y que yo abrace tu persona, si esto es permitido. Mas ¿qué digo? ¿Cómo yo, que soy impuro, he de tocar á un hombre puro en quien no hay huellas de deshonra alguna? No, no te tocaré, aunque lo permitas. Sólo los hombres á quienes el mal ha castigado pueden tomar parte en tales miserias. Yo te saludo, pues, ahí donde estás. ¡Que puedas demostrarme siempre el mismo interés equitativo que en este día!
No extraño que, alegre con tus hijas, hayas hablado largamente y gustes más de sus palabras que de las mías. Nada de eso me hiere, porque no es más por medio de palabras que por medio de actos como quiero glorificar mi vida. Y lo pruebo por el hecho mismo. En efecto, anciano, no te he engañado en lo que jurado te había, puesto que te vuelvo á traer á tus hijas vivas y sanas y salvas. En cuanto á ese combate, aunque haya tenido un dichoso fin, no me está bien referirlo envaneciéndome de él, y lo sabrás todo por éstas. Pero, viniendo, un rumor ha llegado hasta mí: préstale tu atención. Si ello es breve de decir, es sin embargo digno de sorpresa. Es preciso que el hombre no descuide nada.
¿Qué es ello, hijo de Egeo? Dímelo, porque no sé nada de lo que tú has sabido.
Se dice que un hombre, no tu conciudadano, sino tu pariente, se ha sentado como suplicante, no sé por qué causa, en el altar de Poseidón en que yo hacía un sacrificio cuando vine á ti.
¿Qué pide así por esa suplicación?
No sé, si no es una sola cosa: que desea de ti una respuesta breve y fácil de dar. TOMO I