única, entre todas las ciudades, que puede salvar á un extranjero de los males que le agobian y llevarle socorro; pero ¿qué me importa eso á mí á quien vosotros levantáis de este asiento y arrojáis, espantados de un nombre? No somos, en efecto, ni yo ni mis acciones lo que teméis, porque más bien las he sufrido que cometido, lo cual sabríais si me fuese posible hablar de mi padre y de mi madre, que son causa de que os inspire horror, y esto yo bien lo sé. ¿Cómo he de ser tenido por un hombre perverso, yo que, habiendo sufrido el mal, lo he hecho á mi vez? Pero si lo hubiese cometido á sabiendas, ni aun entonces sería yo culpable. Sin haber previsto nada, he llegado al punto en que me veis; pero aquellos por quienes he sufrido sabían bien que mé perdían. Por esto, ¡yo os conjuro por los Dioses, extranjeros! Puesto que me habéis hecho levantar de este sitio, salvadme. Piadosos con los Dioses, no los desatendáis ahora. Creed que miran á los hombres piadosos y á los impíos, y que el culpable no puede escapárseles. Comprendiendo esto, no empañéis con malas acciones el esplendor de la dichosa Atenas, sino libertadme y salvadme á mí que os he suplicado, confiando en vuestra fe. No me ultrajéis ante el aspecto horrible de mi rostro. En efecto, yo vengo á vosotros, inocente y sagrado, y aportando ventajas á los ciudadanos. Cuando haya venido aquel, cualquiera que sea, en quien reside el poder y que es vuestro jefe, entonces lo sabréis todo de mí; pero hasta entonces no me seáis perjuros.
Ciertamente, me veo obligado, ¡oh anciano! á respetar las razones que das y que están expresadas en palabras no ligeras; pero me bastará que el rey de esta tierra las oiga.
Pero, extranjeros, ¿dónde está el jefe de este país?
Habita en la ciudad paterna. El mensajero que me ha llamado aquí ha ido hacia él.
¿Crees que tenga alguna atención y algún respeto á un hombre ciego, y que venga él mismo?